23 de diciembre de 2011

Diez Minutos


Pasaba el día cuidando de la vida. Era aún bastante activa, entonces hacía que los días fueran largos.

Por la mañana, hacía las compras e iba al banco, resolviendo todo lo que necesitaba ser resuelto en la calle. Volvía para la casa poco antes del almuerzo y aún encontraba tiempo para anotar las recetas de la chica en el programa de la mañana en televisión. Tenía cuadernos y cuadernos, era su gran hobby. Pero almorzaba sola, en silencio. A veces mientras leía una revista, y a veces cuando llevaba su plato al balcón y comía sin prisa, mirando las personas que pasaban por la calle debajo de su viejo departamento. No tardaba mucho hasta que el nieto llegaba de la escuela. Pasaba las tardes en casa, jugando en el piso del living, o durmiendo una siesta. Ella arreglaba la casa con cuidado para no despertarlo, pero no se olvidaba de hacer una leche con chocolate y unas galletas al niño para la media tarde. Y se quedaba con el hasta que empezaba la noche, cuando la hija salía del trabajo y pasaba en su casa a buscarlo. Charlaban un rato tomando café, y después ella cenaba sola, en frente a la tele, acompañando sus novelas brasileras hasta que llegaba la hora de apagar todo e ir a la habitación.

Dicen que no importa la rutina que uno tiene, con el tiempo las cosas cambian, pero estos últimos años, caminar sola hacia la habitación no se hacía más fácil.

Era aún bastante activa, entonces hacía que los días fueran largos. Pasaba el día cuidando de la vida.

Pero, cuando se acostaba en esa habitación oscura, sintiendo esas sabanas heladas sobre su cuerpo, se permitía dejar de pensar, dejar de actuar, dejar de hacer. Y se permitía sentir.
Y todas las noches, antes de dormir, se regalaba el derecho a pensar en su vida, en como hizo las cosas, y si las cambiaría si tuviera otra oportunidad. Se regalaba el derecho de pensar y extrañar a su amor, que ya se fue hace años, pero duele como si hubiera sido ayer. Ese amor que aún la mira con sus ojos color miel desde el retrato de enmarque dorado que estaba arriba del escritorio. La foto igual, era innecesaria, aún que pasen los años algunos recuerdos sobreviven el desgaste de los años. Ella aún se acuerda de su rostro, de sus labios, de cómo se sentía su piel.

Y cada noche, se acordaba de algo.

En algunas de ellas, se acordaba de algunos momentos que pasaron juntos. No los grandiosos que harían parte de alguna escena de película, pero aquellos más pequeños, los detalles, aquellos que construían, ladrillo por ladrillo, la historia de la pareja. La tarde aquella que hacía mucho calor y que de repente fueron sorprendidos con lluvia; el día que el le regalo aquel vestido rosado que a ella se había fijado en una tienda del centro; o la manera en que el le sostenía la mano sin darse cuenta.

A veces, quería escapar de algunos recuerdos más dolorosos, pero no podía. El olor de su ropa, la manera con la cual el decía bajito su nombre en el medio de un abrazo, y, principalmente, cuando se conocieron y el pasó horas contando historias de su niñez. Al final ella se enamoró, tanto por las historias, que la hacían reír, como por el hecho de que sabía, desde ese entonces que tenían una vida entera por adelante. Era algo que en aquel entonces, la hacía soñar.

Pero, a veces, se entregaba a los recuerdos, sin ninguna piedad sobre si misma. Y allá, acostada de mirando el techo en total oscuridad, se tiraba de cabeza en todos los días que habían vivido juntos.

Su mente giraba alrededor de pedazos desconectados de frases coloridas e imágenes con sonidos de promesas de amor eterno, su corazón se despedazaba en cartas llenas amor y nostalgia y promesas de cariños y locuras. Su alma bailaba silenciosamente con el sonido de las risas conjuntas que mostraban, a los vecinos, que en aquella casa, había un final feliz, y que esta felicidad viviría para siempre.

Y cuando la dulzura de los recuerdos daban lugar a la amargura del espacio vacío a su lado, cuando el sonido de su risa dejaba el escenario, sustituido por el silencio del retrato, ella se permitía sentir. Y, aún tomada por los recuerdos de la levedad y el amor, era asolada por el peso de la soledad de una vida incompleta. Y ella lloraba. Y sus lágrimas eran las más tristes.

Allá, acostada en la oscuridad, escondida del mundo, lloraba copiosamente de tanto extrañar. Lloraba cada libro que le había regalado, cada canción que habían bailado, cada película que habían visto, lloraba cada almuerzo, cada siesta, cada almuerzo. Lloraba los millares de “buenos días” y “que duermas bien” que habían compartido en tantos años.

Lloraba el dolor de haberlo perdido, el dolor de no tenerlo más, el dolor de no ser más. Lloraba por la injusticia de la vida y por la crueldad del tiempo. Lloraba para no explotar por un amor que seguía guardado en el pecho, sin jamás poder ser entregue nuevamente a quien tenga derecho. Lloraba aliviando el pecho de tanto que extrañaba, de lo que parecía tan cierto y que jamás pasaría.

Lloraba por el. Lloraba por si misma.

Lloraba por los dos.

Lloraba hasta dormir, pidiendo bajito para que el apareciera en sus sueños, al mismo tiempo en que sentía miedo de que eso pasara.

Y, al día siguiente, despertaba y se levantaba temprano para cuidar la vida. Hacía su desayuno, regaba sus plantas, planeaba las tareas del día, ignoraba el retrato que, en el escritorio, le sonreía con afecto. Y se bañaba, cambiaba de ropa, y su día realmente empezaba. Pasaba el día cuidando de la vida. Era aún bastante activa, entonces hacía que los días fueran largos. Porque sabía que todas las noches, los últimos diez minutos antes de dormir, serían más largos que todas las horas del día.

Porque vivía su vida entera en diez minutos.

Todas las noches.

Solita.



4 comentarios:

  1. Siempre me gustaron mucho los viejitos, quizás mas aun desde que perdí a mi amada abuela materna. Era hermosa, era una gran mujer y de ella heredó eso mi madre...
    Casulamente, también escribía poesía (guardo el tesoro de sus escritos de puño y letra)
    Yo solía visitarla antes o después de la facu y, al verme llegar, decía mi nombre completo de manera tal que era felíz de compartir ese rato con ella...Y no es por nada, pero sé que entre sus casi veinte nietos, era su preferida, me lo hacía sentir
    Fue el primer ser querido que perdí... y todavía la sigo viendo en tantas viejitas dulces que me cruzo en el camino...

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  2. Me emociono MUCHO! Me hace acordar a dos personas importantisimas en mi vida. Estoy llorando como una tonta! La verdad que me encanto!SIN PALABRAS

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  3. Creo que ese es uno de los miedos que tengo, llegar a ser mayor de edad y vivir llorando por los recuerdos, llena de angustia por las ausencias....

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  4. Esa ha sido y es mi madre no sólo por añorar a mi padre sino por otras soledades, la de los hijos también... Pero esa no seré yo, porque ya soy yo. Mis días hace tiempo que son así.Increíble como tus textos reflejan la vida de todos y todos nos encontramos en tus textos. Te felicito. Un texto muy sensible y verdadero. no te olvides de tu nona.

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